Cuento | La pesadilla, por Ronald G. Hernández Campos

En algún lugar de tu armario…

cuando el arcoíris se creó en nuestro cielo.

Amadísimo Gabriel:

Una de las cosas más horribles que he considerado como tal es no llegar a despertarme. Ya sea porque el sonido repetitivo e infernal de las alarmas no me haga volver en mí o porque se me confundan los sueños con la realidad, el caso es que me da miedo quedarme en esa oscuridad que construyen los párpados y que revuelcan la memoria, tal como he visto que te ha pasado en ocasiones cuando estás en ese viaje tan vulnerable que nos provoca Morfeo. Quisiera decirte que el motivo por el que te escribo es recordarte que siempre estoy con vos, pero eso ya lo sabés. Me preocupan otras cosas que espero podamos resolver.

Soñé con vos, en una mezcla de tiempos que me asustó porque no sabía si estaba despierto. Te vi dormido probablemente soñando lo mismo, no lo sé, nuestras caras son bastante indeterminadas mientras estamos en los brazos de los diferentes Oniros habitando las tierras de las ensoñaciones. Creo que lo más terrorífico del asunto pudiera ser el hecho de que la realidad me parezca una pesadilla inacabable de la que no he vuelto a despertar y en la que me quedé cuando teníamos catorce años. No te había escrito en mucho tiempo porque este no es un medio que comunique nada en la actualidad. Tampoco sé si mis palabras te llegarán cuando deseo que lo hagan. Ahora nada te separa del teléfono ni de las aplicaciones para dizque conocer gente (inventos para encontrar un poco de compañía y placer fugaces), como antes nadie podía convencerte de soltar tu cuaderno de rencores que llenabas en el colegio en octavo año, ¿te acordás, Gabo?

Anoche dormiste incómodo como si te brotara un mar de los poros. Es probable que te hayás perdido en un laberinto interminable de visiones, de galerías sin salida, sin el hilo de una Ariadna que te sirviera de guía. Es probable que te vinieran a la mente los acordes de una melodía sin nombre ni música conocida, los olores de los amores de adolescente que no te atreviste a confesar por miedo; también es probable que te llegaran a la mente las cenizas de los apuntes inmisericordes de tus cuadernos de octavo año, de cuando tus fantasmas empezaron a tener cara. Sé que te han vuelto a topar las memorias de otros tiempos como velocistas en busca de una meta sin rumbo. Lo sé porque nos ha afectado la convivencia, te has puesto esquivo, evasivo, irritable cuando tocamos el tema. No pretendo extenderme mucho porque siento que cada vez que te escribo alguna de nuestras flores se marchita, además de que no es común, en nuestro actual mundo de aplicaciones, escribir en medios que ya no se usan; sin embargo, creo conveniente dejarte estas líneas para que las encontrés cuando los astros se alineen y se encuentren el sol y la luna en la casa, en nuestra habitación, en nuestra cama, o simplemente abrás una gaveta y te encontrés con estas páginas.

En otras ocasiones te he visto soñar y te he escuchado hablar dormido de esos días que ya se fueron o que ninguno de los dos recuerda con seguridad. Le he puesto atención a tus sueños y hablás de una época donde el televisor, los libros y los videojuegos anacrónicos eran tus amigos. Puedo imaginarte en la estación en el que el niño solitario se fue convirtiendo en un adolescente aún más solitario, sembrado en un desierto marchito llamado familia Cerdas. Te veías como la última rosa del jardín cuyas espinas se te fueron clavando sin saber cómo. Pienso que ninguno de nosotros sabe cómo te fuiste haciendo daño. Tus compañeros de colegio casi ni te hablaban, eras solo un punto de color bronce y pelo azabache en un salón enorme que por tiempos te asfixiaba y no podías evitarlo. Tus lágrimas eran las palabras en tu cuaderno.

Me aflije verte temeroso y me quema por dentro la impotencia al no poderte ayudar a exorcizar los espíritus oscuros que viven en tu inconsciente. En tus sueños gritás “Raúl” y no dejo de pensar en lo que me contabas que ocurría en tu casa, en tu juventud, cuando tu mamá trabajaba y se hacía cargo de varios hermanos más, de cuentas por pagar. Le guardabas rencor a ella porque no te defendió ni te creyó cuando dijiste tu verdad. En ese tiempo pensabas que doña Selene te habría apoyado, pero la realidad no siempre ha fue tan buena como para que el amor de una madre por su hijo superara el amor de una mujer por su hombre, aunque ese mismo hombre tomara tu cuerpo e hiciera con vos un instrumento de placeres funestos que rompieron tu confianza en la gente. Te habías convertido en un animal herido que ladraba a las personas que se le acercaran, pero en busca de alguno que pudiera salvarlo. Yo lo sé, yo te vi en esa época como te veo ahora.

Mientras te miro pelear con las sábanas y sudar un río salado, te escucho repetir “Raúl”, un padrastro que no pediste, un dolor innecesario que te engañó. Quisiera haber podido abrazarte cuando te notificaron que perdiste el juicio porque no te quisiste desnudar delante de un doctor de medicatura forense. Perdiste el juicio porque una psicóloga decidió que vos mentías. Te descalificaron porque en tu niñez tomabas los tacones y el maquillaje de tu madre en busca de una identidad. Siento, al escribirte, tu voz áspera y profunda en mi oído cuando despierto asustado, porque en tus sueños no parás de decir el nombre de tu verdugo con odio, tu voz cambia de tono y ya me has despertado varias veces y no he dejado de notar cómo se te frunce el ceño en una especie de cordillera facial que desencaja tu cálido rostro que aún alberga amor. Únicamente se te ha sido ensombrecido el semblante por las pesadillas, los fantasmas del pasado y la desconfianza. Sin embargo, tené la certeza de que no todo permanecerá así siempre, Gabo: somos aves de plumajes coloridos y la libertad es nuestra única posibilidad. Desearía que encontraras estas palabras antes de que me vaya, porque estoy cansado de tus pleitos interminables con las ilusiones que habitan tu cabeza.

La pesadilla más horrible quizás no es confundir la realidad con el sueño, ni que se instalen en tu inconsciente los recuerdos añejos, sino que sintás que no podés despertar. Gabo querido, lamento que en sueños tu cuerpo reviva las experiencias de hace años, los dolores que no debieron ser tu culpa y te los encajaron en tu piel morena de niño que se llenó de cicatrices. Me duele verte perdido en tu inconsciente, me duele ver cómo tu cara recrea el ayer, la inocencia perdida entre los deseos malsanos de un padrastro que jamás te amó, los golpes de una madre que en ese tiempo no pudo entender ni procesar, los desprecios de los supuestos amigos que solo te usaron. Espero que podás sortear el obstáculo onírico que te atormenta y me asusta. Tuyo siempre,

Gabriel.


Ronald Hernández Campos. Profesor de español y filólogo.

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